Querida Ana:
Nos conocimos hace
mucho tiempo, allá, por los años 78, en casa de Clotario Blest, donde, junto a Sola
Sierra, Magdalena Navarrete, Doris Meniconi, Gala Torres, Victoria Zúñiga, Viviana
Díaz (en esa época, muy joven aún) y muchos otros familiares de aquellos compañeros
nuestros —apresados y, luego, desaparecidos—, habías organizado
la Agrupación que había de representarlas a todas Uds. en los años venideros para
librar una lucha que aún no termina. Eran años difíciles esos, Ana, ¿recuerdas?
Intentar sobrevivir y, a la vez, reclamar por los derechos amagados, por intentar
sobrevivir, por soñar aún con una sociedad mejor, por exigir la libertad de nuestros
amigos y familiares presos, por soportar capturas y apremios ilegítimos… No, no
era una tarea fácil vivir en esos años. Y, sin embargo, nunca decaímos; ni, menos
aún, desfallecimos. Teníamos la certeza que, tarde o temprano, lograríamos nuestros
objetivos, que la justicia se impondría una vez más e, incluso, que volveríamos
a tener la vida que una vez tuvimos. Ilusos.
No tengo memoria
de las veces en que volvimos a encontrarnos, más tarde, en actos culturales, peñas,
manifestaciones, protestas, de la mano de las organizaciones sociales, y desafiando
a la dictadura, a la misma que hoy rinden homenaje quienes gobiernan el país. Los
años no pasan en vano, tal vez porque no son ellos quienes pasan sino somos nosotros,
seres humanos que se agotan en el transcurrir. La última vez que nos vimos—recuerdo— fue con motivo del fallecimiento de nuestro común buen
amigo y compositor Richard Rojas, músico insuperable, hombre lleno de vida, autor
de una de las más bellas canciones creadas para rendir homenaje a quienes una caterva
de degenerados hizo desaparecer en medio de los más crueles tormentos. Me refiero
al tema ‘¿Dónde están?’ Richard Rojas, de profesión maestro, había organizado —junto a Ester González, su mujer (la ‘Esterciña’, como la llamaba), y el
maestro Jorge Sepúlveda—, primero, el ‘Trio Lonquimay’; luego, el ‘Trío Lonqui’;
finalmente, el ‘Duo Lonqui’ (integrado solamente por él y su mujer). Desde esa instancia,
tan de ellos, nos entregaban, periódicamente, obras de innegable valor cultural
de las que recuerdo con gran cariño la ‘Resbalosa del pan’ y la canción ganadora
del Festival de Olmué dedicada a la minga de Chiloé que cantara con dedicación y
arte nuestra otra gran amiga Rebeca Godoy. Pero, ya en esos años, cuando nos saludamos
al vernos, al retorno del sepelio, en una de las avenidas del Cementerio General,
ya no me recordabas. Era demasiado el tiempo transcurrido. Y la distancia no tiene
conmiseración, asfixia con su abrazo intolerable. Luego, vino la separación definitiva,
el tiempo de la despedida, ‘la hora de decir adios’.
TRÍO LONQUIMAY. Rubén Cortez, Ester González y Richard Rojas |
Tras años de peregrinar,
en vano, buscando a los tuyos, tras años de esperar el retorno imposible de Manuel
Segundo Recabarren Rojas (tu marido), de Manuel Guillermo Recabarren González (hijo
tuyo), de Luis Emilio Recabarren González (también tu hijo) y de Nalvia Rosa Mena
Alvarado (tu nuera), vino lo inevitable: tu desaparición, tu despedida, allá, en
la casa tuya, en la zona Sur, en esa casa donde viviste los años más felices y más
desgraciados de tu vida, la misma donde el vecindario, personas como yo, y muchos
artistas y personajes llegamos a rendirte un último homenaje.
Te preguntarás por
qué te escribo, Ana, en estos momentos. Y tienes razón en hacerlo. No te sorprendas,
por favor, si te digo que lo hago para pedirte disculpas. Porque, luego de conocer
la sentencia de la Corte de Apelaciones de Santiago, que rebajó la pena aplicada
a esa caterva de desalmados que asesinaron a casi la totalidad de tu familia, pienso
que te he fallado. A pesar que nada tengo que ver con ese hecho, pienso que te he
fallado. Y es que mis actos, mis desplazamientos, mis pequeñas obras, mis análisis,
mis debates y conversaciones, intentando convencer a una sociedad sorda sobre infinidad
de hechos y circunstancias, de nada han servido todos estos años. Pienso que también
les he fallado a los familiares de las agrupaciones de derechos humanos (presos
políticos, detenidos ejecutados, detenidos desaparecidos, exiliados) porque no he
hecho lo suficiente por ellos. Y quiero pedir disculpas. Pedírtelas a ti, en primer
lugar, Ana; luego, a todos los demás. Y es que no he podido cumplir conmigo mismo,
con los objetivos que me impuse; menos, aun, cumplir con los demás.
Estudie, una vez,
las leyes de la Física para convencerme que la realización de un acto es directamente
proporcional al grado de fuerza (poder) con que se cuenta. Eso me ha permitido encontrar
una explicación a mis yerros. No he contado con la fuerza que se requiere para llevar
a cabo las transformaciones que pudieron servir para ese cometido; he sido incapaz
de agrupar voluntades para llevar adelante esos propósitos. Quise hacer muchas cosas,
pero no tuve la fortaleza de llevarlas a cabo. Y es que menosprecié el poder de
las clases que dominan porque no conocía su naturaleza. Casi al fin de mi vida he
podido encontrar una explicación probable de ello. Por eso te escribo. Para pedirte
disculpas por no haber cumplido lo que me propuse alguna vez. Porque, aunque tú
jamás lo hubieses sabido, me propuse conseguir justicia para ti y para los tuyos.
Pero ignoraba que la ‘justicia’ era una entelequia’ y que ya Aristóteles, Ulpiano,
Augustinus, Thomae Aqvinatis, nos habían advertido que ‘justicia’ es, solamente,
‘dar a cada cual lo que le corresponda’ y que al pobre y al esclavo sólo le corresponden
latigazos y miseria. Eso es justicia. Fallé, en consecuencia. Y me avergüenzo de
ello. Por eso te pido disculpas. Porque tu marido, tus hijos y nuera, han sido,
una vez más, burlados. Y yo no he sido capaz de evitarlo. Te he fallado tanto a
ti y a tu familia como lo he hecho con los demás.
La Corte de Apelaciones
de Santiago, que integran severos doctores de la ley poco proclives a la lectura
de los expedientes que se les entregan, dio a conocer la semana pasada, una resolución
que reduce la pena aplicada por sentencias anteriores y absuelve (en otros casos)
a quienes quitaron la vida a tus seres queridos haciendo superfluos sus execrables
actos. No nos sorprendamos, querida Ana. Porque los tribunales, desde el momento
mismo en que se produjo el golpe de Estado en 1973, se alinearon servilmente con
los dominadores. Fue su presidente, Enrique Urrutia Manzano, quien terció, sobre
el pecho de Pinochet, la banda tricolor que lo ungía como gobernante supremo de
la nación. Sí, mi buena Ana, los tribunales, los mismos a las rejas de cuyo inmueble
de calle Bandera te encadenaste junto a muchas otras, acompañadas de Clotario Blest.
Esos mismos tribunales cuyo presidente (Israel Bórquez) decía estar ‘curco’ de tanto
recibir recursos de amparo presentados por la Agrupación que fundaste. Esos mismos
tribunales, siempre generosos con la sangre ajena y tremendamente avaros con la
propia. Los mismos que se han negado a rebajar sus sueldos luego del estallido social
de 18 de octubre pasado y aceptan, sin embargo, que otros lo hagan. Los mismos que
crucificaron (como funesto presagio de la Semana Santa) a Daniel Urrutia, uno de
los pocos jueces que, compadecido por la suerte que espera a los presos políticos
—en las tenebrosas cárceles de la ‘democracia’—, frente a la pandemia que
asola a nuestro país, se atrevió a desafiar la omnipotencia de la justicia chilena
decretando la libertad de todos ellos. Sí, querida Ana: la misma Corte, los mismos
jueces, los mismos que mantienen vínculos estrechos con las clases dominantes y,
por ende, con quienes gobiernan el país y que, ante la prensa extranjera, no escatiman
alabanzas a la tan cacareada ‘independencia’ del Poder Judicial chileno. La misma
Corte que hoy revoca la sentencia de otra jueza para volver a encarcelar a los generosos
jóvenes de la Primera Línea. Esos mismos tribunales que obligaron, en plena democracia,
a arrancar del país a la periodista Alejandra Matus luego de la publicación del
libro ‘El libro negro de la Justicia chilena’, documento magistral, que puso al
desnudo la esencia del Poder Judicial. Porque esa es la verdadera naturaleza de
quienes han dirigido nuestra débil democracia desde su advenimiento en 1990. Por
lo mismo, ¿podrías suponer un comportamiento diferente, en una persona tan poco
decente como lo es el ex presidente Lagos, generoso, también, con la sangre ajena
y tremendamente tacaño con la propia?
He querido enviarte
esta carta, Ana, a fin de justificarme por ser débil, tremendamente débil y vulnerable.
Por ser la antítesis del superhombre o del héroe que presentan las historietas y
las películas de ciencia ficción; por ser uno más de los innumerables seres anónimos
que recorren el país mascullando, en su soledad, improperios contra quienes gobiernan
— muchos de los cuales son ignorantes, débiles mentales o sujetos abiertamente
perversos — y ejecutan a cada instante, a cada momento, actos orientados
únicamente a mantener doblada la cerviz de nuestras clases oprimidas, mientras ellos
se apoderan de los escasos bienes nacionales que van quedando.
Termino, querida
Ana, confesándote, además, que me siento avergonzado de la institucionalidad que
existe en la nación que habitamos, tan ajena y distante de nosotros, de la nación
que nos arrebataron, de sus capataces y mayordomos, de todo el aparataje institucional
que se nos ha impuesto como herencia de un pasado que nos agobia. Me dan vergüenza
los Tribunales del país, me da vergüenza su Parlamento, la Presidencia en manos
de un demente con colaboradores que en poco difieren de él. Me consuela, sin embargo,
decirte que no te he traicionado ni he traicionado a quienes cayeron en la lucha,
como tus familiares, por construir una sociedad mejor. Siempre he estado en contra
de esa institucionalidad; siempre la he querido cambiar. Pero no solo, ni con los
partidos políticos actuales sino de la mano de una comunidad organizada, capaz de
llevar adelante las transformaciones esenciales que el país necesita. Por eso, también,
jamás fui parte de los gobiernos post dictatoriales cuya única labor fue desactivar
el funcionamiento de todos los movimientos sociales que existían al comienzo del
retorno de la democracia.
Y, por lo mismo,
hoy, a pesar de todo, tengo confianza en el futuro de Chile; pero tengo, también,
temor de lo mismo pues las tareas que esperan a la comunidad nacional al término
de la pandemia son colosales. Los ricos querrán mantener sus privilegios, al igual
que todo el estamento dominante: militares, marinos, policía, jueces, empresarios,
agiotistas, banqueros, especuladores. Una dura prueba espera al pueblo de Chile
luego de esta pandemia. Porque fácil resulta entender que, en estos momentos, nada
más se puede hacer: Cuando una tragedia, como la del Covid 19, asola a una nación,
el primer deber de los movimientos sociales que se han alzado para reclamar por
sus derechos es sobrevivir y lograr que todos sus integrantes también lo hagan.
Hay, en consecuencia, tiempo para pensar, tiempo para meditar sobre un futuro mejor;
y, cuando ese tiempo existe, lo hay, también, para preparar lo que esa tarea demanda.
Por lo que puede suponerse que no todo está perdido. Como tan brillante lo expresa
ese refrán chileno: mientras hay vida, hay esperanza. Y, te lo aseguro, somos muchos
los que no hemos perdido aún esa esperanza.
Un abrazo enorme,
allá, en la eternidad.
Manuel
Santiago, 13 de abril
de 2020
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