HAMBRE
MANUEL ACUÑA ASENJO
‘Hambre’ es el
título de una novela escrita por Knut Hamsun, autor escandinavo de principios
del siglo XX, en donde se relatan las penurias de la población de esa ciudad
llamada Cristiania a fines del siglo 19. Pero ‘hambre’ es, también, sinónimo de
pobreza, de abandono, de sacrificio, de muerte. Un recuerdo del paso de la
humanidad por el más abyecto estado animal. El mismo que Hobbes, en cierta
oportunidad, describiera como el período en que ‘el hombre, es un lobo para el
hombre’. Condenar a un pueblo al hambre, que representa el más extremo grado de
miseria, sólo podemos considerarlo como algo propio de la mente más afiebrada
que pueda existir. Hambre, palabra que horrorizaba —me lo confesó una vez— a mi
buen amigo poeta, actor, escritor, Carlos Alberto Muñoz, allá, en su exilio, en
Estocolmo. Por eso, ver esa palabra espantosa,
escrita de abajo hacia arriba, en uno de los costados del edificio de la
empresa Telefónica de Chile, me hizo cavilar acerca del hambre que existe en Chile,
hambre a la que se ha referido en estos días, incluso, el propio alcalde de
Santiago, Felipe Alessandri.
Porque hay
hambre en este país. Hambre abierta, en descubierto, hambre que se ha hecho
pública, que se arrastra por las calles y manifiesta en los pobres que hurgan al
interior de los contenedores buscando bolsas de basura para ver si en ellas hay
algo que puedan aprovechar. Es el hambre que existía ya, desde antes del
estallido social de 18 de octubre de 2019 y de la pandemia, invisible, en el Paseo
Ahumada (y otros lugares del Gran Santiago), cuando los restaurantes y fuentes
de soda, antes del cierre, botaban las
sobras en los contenedores municipales para que una turba de pobres hambrientos
se abalanzara, noche a noche, en busca de alimentos. Es el hambre que revienta
hoy, a gritos, en la comuna de El Bosque y en otros barrios de la capital. El
hambre que existía en tiempo de Pinochet.
Pero eso no es
lo único. Hay un hambre oculta, un hambre que se vive en silencio, el hambre del
trabajador que perdió su trabajo o vio disminuido el sueldo que ganaba, el hambre
de quien acaba de jubilar y contempla el exiguo monto del cheque que le entrega
la AFP, el hambre de la mujer que se separó y vive sola con sus hijos en algún
departamento de la ciudad el pago de cuyo arriendo le absorbe todo lo que
recibe, el hambre de los familiares de los que están falleciendo a causa de la
pandemia de cuyo apoyo económico dependían, el hambre silenciosa del pensionado
que vive con su jubilación miserable y, semana a semana, observa impotente
subir los precios de los alimentos que consume y que ya no puede pagarlos.
¿Por qué hay
hambre en Chile, cuando se insiste, a través de los medios de comunicación, que
el abastecimiento de toda la población está asegurado? ¿Por qué, entonces, los
sectores altos acaparan mercaderías en los supermercados y, también, algunos
sectores medios que tienen capacidad para hacerlo? ¿Qué hace que se
reproduzcan, pero en forma inversa, hechos similares a los que hubo en el
tiempo de la Unidad Popular? Porque en esos años hubo temor al hambre pues
había desabastecimiento. Hoy no sucede aquello. Hay abundancia de mercaderías,
si creemos en las palabras de las
autoridades. Y, sin embargo, hay hambre.
Está claro que
muchos bienes e insumos no pueden ser comprados por muchos sectores sociales,
aunque existan en el comercio, porque tales sectores no tienen dinero para
hacerlo. Pero, ¿por qué ocurre todo ello? ¿Cuál es la causa?
La Economía nos
enseña que toda persona asigna a cada bien un determinado valor. Ese valor, sin
embargo, es diferente si desea consumir o utilizar en provecho propio ese bien
o si lo necesita solamente para cambiarlo por otro. Al primero se le llama
‘valor de uso’; al segundo, ‘valor de cambio’. El bien que se pretende cambiar
raras veces se tasa por un valor equivalente al de la contraparte; lo normal es
cada operador pretenda ganar algo con el acto de permutar. Es decir, obtener un
rédito, un interés, un mayor valor. Lo
que nos hace sentar una primera premisa: todo bien es susceptible de
intercambio; pero cuando dicho intercambio no tiene como finalidad el uso del
mismo, lo que se busca es obtener lucro, es decir, sacar provecho de la
operación, transarlo a un mayor valor. Porque, no olvidarlo, la moral de la
Economía es el lucro. De lo cual se puede concluir que todo comercio es
intercambio, pero no todo intercambio es comercio pues el intercambio no
implica, necesariamente, realizar ganancias. El intercambio no es un acto
económico sino la acción natural de los seres humanos para entregar obras que nacen
de las diferentes aptitudes y capacidades que cada uno posee. Dichas cualidades
les hace producir y realizar actividades, necesarias, a menudo, para quienes no
poseen las mismas. E intercambiar esas obras con otras que no pueden realizar,
que les son importantes y necesarias, intercambio que debiera ser gratuito o satisfacerse
con la mutua recompensa. Sólo cuando ese intercambio se hace comercial, la
Economía se hace presente. Con su moral invariable: el lucro.
A diferencia del
intercambio simple, el comercio es, fundamentalmente, intercambio lucrativo. Para
ser más efectivo, requiere de la existencia de una mercancía intermedia
denominada ‘dinero’ que, por lo mismo, adquiere la calidad de ‘medio de pago’.
Cuando el dinero es abundante, las mercancías suben de precio porque obedecen
los dictámenes de la ley de la oferta y la demanda; el fenómeno aquel se
denomina ‘inflación’. Pero cuando el dinero escasea, las mercancías bajan de
precio porque nadie tiene capacidad para comprarlas y el fenómeno se llama
‘deflación’. De lo cual se deriva una lección: en un sistema donde impera el
comercio, un ‘buen gobierno’ no debe dar dinero (o restringir el acceso al
mismo) a los sectores dominados o pobres, porque éstos (como son pobres) no tienen
todas sus necesidades satisfechas, y el
dinero que pueden recibir lo gastan, de inmediato, en comprar las cosas
que requieren ocasionando escasez y, por consiguiente, ‘inflación’. Y puesto
que muchos bienes no se producen en el país y se hace necesario importarlos
cuando se agotan, en Economía se dice que los pobres, al recibir dinero en sus
manos, ‘crean presiones inflacionarias’. Por eso no se les puede dar dinero sino en
pequeñas cantidades. Entregarlo en abundancia a la población lo hacen sólo los
‘malos gobiernos’. Como el de la Unidad Popular. Un ‘buen gobierno’ ha de darlo
a las clases dominantes pues éstas, al tener satisfechas todas sus necesidades,
toman ese dinero y lo invierten o ahorran, contribuyendo al desarrollo del país
y fomentando lo que se conoce como ‘ahorro nacional’.
Entonces, hay
razones económicas que nos llevan entender lo que sucede en las economías
mundiales y por qué existen ciertos y determinados fenómenos, a menudo,
inexplicables.
El comercio, es
decir, el intercambio para obtener réditos o ganancias, supone la existencia de
determinadas cantidades de bienes en oferta. Si esos bienes aumentan, el precio
baja y las posibilidades de obtener tales réditos o ganancias se hacen
difíciles. Por consiguiente, las empresas no deben producir más que lo
necesario, es decir, la cantidad necesaria de bienes a objeto de no producir
una caída en el precio de los bienes que entrega para su comercialización. Y
si, por cualquier motivo, lo hacen, deben destruir lo que han fabricado. De manera que, haya inflación o deflación, la
cantidad de bienes que existen en el mercado ha de ser la misma: se trata de
proteger la ganancia o el lucro de determinados grupos sociales. O dicho de
otro modo: el sistema está hecho para que la producción no exceda el monto de
la ganancia que ha de existir.
El hambre de
determinada población (mundial, regional o nacional e, incluso, local) no tiene
importancia para la economía. Los seres humanos son ‘consumidores’ y/o ‘reguladores’
de los precios establecidos. Nada más. Sus existencias no son relevantes para
la economía más que para los efectos de entregar sus energías corporales o
hacer de sujetos consumidores.
Por lo mismo,
cuando se desencadenan las crisis, los Estados pocas veces suben los sueldos de
los trabajadores sino permiten que eso lo hagan determinados sectores y con
ciertas limitaciones. En general, prefieren conceder ‘bonos’, por una sola vez,
muchas veces con cargo a los dineros de los propios trabajadores. Cuando arrecian
las circunstancias, reparten mercaderías y no entregan dinero. Los estados
practican el reparto de limosna a una población que han empobrecido ellos
mismos. De esa manera, conjuran cualquier amenaza de inflación y pueden
negociar con los grandes distribuidores de mercaderías (ni siquiera con los
productores) o las cadenas de negocios, dinamizando con los dineros públicos la
alicaída economía.
Pero el hambre,
si no se satisface, tiene consecuencias, puede dar origen a fenómenos
insospechados. Promueve la solidaridad entre los seres humanos, sin lugar a
dudas. E invita a practicar la cooperación. Y a construir una nueva ética
comunitaria. Las ollas comunes, que se organizaron el Chile en 1930, y
volvieron en tiempos de la dictadura pinochetista para aparecer, hoy, en pleno
gobierno autoritario piñerista, son un ejemplo de ello. Hoy, como antaño,
juntan a los rebeldes, convocan a los necesitados, aúnan voluntades, incitan al
diálogo y a la mutua comprensión, provocan intercambio de opiniones, invitan a
la acción mancomunada. Bienvenidas sean ellas. Ya nos lo recordaba Óscar
Castro, cuando nos decía:
“¡Qué cerca están las gentes cuando el hambre las une
y hay sólo ante los ojos una desnuda mesa,
y se oyen muy distantes sonar unas pisadas
Como el eco del agua por las mojadas piedras!”
Hambre es la
palabra más terrible que jamás se haya pronunciado. Pero es la que une a los
sectores populares para hacerlos más fuertes y más decididos. El hambre no les
arrebata su dignidad; les hace más rebeldes. Por eso, son reacios a aceptar
limosnas o conmiseración ajena. Y pocos son los que van a tolerar la ayuda por caridad.
Aunque en ello les vaya la vida.
Las grandes
masacres, al igual que las grandes revoluciones, han tenido un marco similar de
referencia. No tendría por qué ser diferente en Chile. Si los propios sectores
medios han manifestado que, en determinadas circunstancias de apremio, estarían
dispuestos a perpetrar cualquier delito con tal de dar alimento a sus hijos, no
debe sorprender que lo hayan empezado a hacer los sectores populares como ha
sucedido en El Bosque en plena pandemia. Los saqueos no se paran con una ley. Porque
el hambre no tiene límites. Es lo que nos pone de manifiesto el título de la
novela del escritor noruego, aquella palabra conmovedora, la misma que brilló,
resplandeciente, en medio de la noche del lunes 18 de mayo, como luminosa
advertencia de lo que significan los siete meses del estallido social, allá,
arriba, encaramada en lo alto de la torre del edificio de la Telefónica, en
Santiago.
Santiago, 20 de
mayo de 2020